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miércoles, 27 de mayo de 2020

SOBRE NUESTRO PADRE GABRIEL

Gabriel Miguélez Combarro: Los patinazos
del cura
Este castellano viejo que tan joven llegó a Sevilla fue mucho más que el alma máter de un deporte
desconocido
ABC SEVILLA 23 mayo 2020


Un jovencísimo padre Miguélez, precursor del hockey sobre patines en Sevilla
Un jovencísimo padre Miguélez, precursor del hockey sobre patines en
Sevilla - Archivo Luis Garvey


Félix MachucaSEVILLA Actualizado:23/05/2020 08:16h



Manolo Manosalbas lo recuerda como un tipo excepcional; Luis Garvey,
como una persona afable y con mucha mano izquierda, y Juan Sabaté,
como un educador capaz de convertir los quince cafres del equipo en personas
hechas y derechas. Los tres que rememoran al padre Miguélez, claretiano
que introdujo en Sevilla el hockey sobre ruedas, fueron jugadores que
salieron de la cantera del colegio heliopolitano.
Fue, sobre todo, un cura empeñado en convertir el deporte en la mejor correa
de transmisión de valores personales, sociales y educativos. Una de sus frases
más repetidas se le quedó grabada a Luis Garvey: «Primero formemos
hombres y después, si quieren, que sean sabios o santos». Los chavales
le hicieron caso. Y los cafres que patinaban sobre ruedas aludidos por Sabaté
salieron del colegio Claret excepcionalmente preparados para disputar, como
personas, su lugar en la vida sin miedos a los patinazos.
El padre Miguélez llegó a ser un personaje en aquella Sevilla de los setenta
y los ochenta. Cuando apareció por el colegio, aún en proyecto la ampliación
moderna del mismo, nadie sabía lo que era un stick. El hockey era un deporte
perfectamente desconocido, sin raíces ni memoria, un invento compartido entre
catalanes y madrileños. Solo su capacidad de persuasión, su empatía y esfuerzo
pudo sacar de la nada mil vocaciones deportivas, hasta convertir al Claret en
un equipo de División de Honor, con jugadores como Corrales, Juan Sabaté,
Curro Gómez , Tito Rivas, Gonzalo Fernández de Castro, Paco Martín, Javier
Bores, José Manuel Román, Pablo Gastalver… y tantos otros, como los cuatro
hermanos Cuesta León.
Mientras el padre Miguélez bicheaba entre tanta cantidad la calidad de algún
 destello de brillantez que auguraba un buen jugador. A Luis Garvey, que se
quejaba de que en vez de un palo tenía una caña de pavero, le dijo que dejara
de preocuparse por el stick: «Sigue con ese y si con ese aprendes a jugar verás
cómo lo harás con uno bueno».
Manolo Manosalbas no tuvo problemas con los palos. Es más, recuerda la
capacidad de iniciativa que tenía el padre Miguélez. En un covachita de un
metro por tres, oscura y rupestre, montó un taller de reparaciones, donde
guardaba el material deportivo que le enviaban desde otros clubes de hockey.
Allí, con su mano derecha Antonio Román, reciclaban todo lo reciclable,
desde patines con botas hasta cojinetes, para la liga colegial. Junto con su
hermano patentaron unos stick duros pero flexibles que bautizaron con el
nombre de Lezco.
Convirtió a todo el colegio en una fábrica de buenos jugadores que consiguió
llevar a su equipo más emblemático a la División de Honor
No nacieron ricos. Pero el padre Miguélez sabía moverse entre los pasillos
institucionales de la ciudad con una habilidad que ya la hubieran querido
para si dos estrellas mundiales del hockey: Livramento o Martinazzo. Llamaba
a cualquier puerta con presupuesto y se la abrían de par en par: Ayuntamiento,
Diputación, firmas comerciales. Y llegó a organizar rifas en el propio colegio
 que, como un ejemplo de militancia, los colegiales pagaban la entrada para ver
los partidos del Claret en Sevilla.
El cura viajaba con los chavales. Cataluña, Madrid, Galicia... Les daba misa
muy temprano en una de las habitaciones del hotel y, para matar el tiempo
de espera hasta el partido, no dudaba en ponerse a jugar al futbolín con los
miembros del equipo. Más de uno se quedó con la boca abierta cuando vio al
padre Miguélez manejar las muñecas, pasarse la bola de la defensa a la
delantera y con el nueve colarla seco y fuerte tras haber encajado la pelota
entre las botas del muñeco y el suelo del futbolín. Era un profesional.
Con la boca abierta dejó también a una pareja de la Guardia Civil, cuando
el equipo no viajaba aún en avión, sino que lo hacía en dos coches privados.
Habían participado en las 24 horas de Sardañola. Y por ser el equipo
participante más lejano obsequiaron al Claret con una butifarra de 35 kilos
y un pan payés de 20. Entre los que iban en el coche, el material deportivo
y los cincuenta y cinco kilos extras de manduca catalana que llevaban, las luces
del coche bajaron su eje de proyección y deslumbraban en los cruces.

La Benemérita los paró y quiso requisarle el obsequio gastronómico. El cura no
se amilanó. Y convenció a los picoletos de que aquella comida era para los
bocadillos de los niños del colegio. De aquellos chavales que se ponían los
libros de Anaya como espinilleras, que tenían orden inexcusable de no machacar
con goleadas a los clubes de rango menor, que celebraban el tercer tiempo en
los bares El Tajo, El Hijón y el Avelino les queda lo que Juan Sabaté resalta
como lo más importante de un tiempo feliz y juvenil: nos hizo personas para no
patinar en la vida. Sin duda, el trofeo más caro y hermoso que el padre
Miguélez supo conquistar sobre los patines claretianos para la amplia vitrina
de valores del colegio.

2 comentarios:

Aquilino Combarros dijo...

Bonita historia y bonito artìculo, enhorabuena Gabriel, un abrazo.
Y los andaluces, un correctivo, porque se comieron la S de Combarros.
Perdòn tambien hay apellido COMBARRO, se lo perdonamos, saludos cordiales

Anónimo dijo...

Hablan de que Gabriel es castellano viejo.
¿ Desde cuando los barrentanos somos castellanos?